Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.
Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.
Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.
¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatario como usted. Es una cuestión de orgullo.
Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos…, bueno, ya lo ve con sus propios ojos.
También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde se realizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa.
Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos.
La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente. Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.
Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que… Bien, ya llegaré a eso.
Al cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. Al recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.
De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.
Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.
Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año. Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.
Ese decano —que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció— se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes…
No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastara con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz.
De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.
Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en que abandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrar mil dólares cuando los necesitaba.
La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación. Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.
Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.
A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.
A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.
Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón. ¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.
Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duración del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.
Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidad permitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.
En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.
—¿Huevos de dinosaurio? —pregunté—. ¿Crees que es eso?
—Quizá. No podemos saberlo con
certeza.
—¡A menos que los incubemos! —exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes, con el calor del sol primitivo—. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público…
Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquello significaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.
Pero papá veía el asunto de otra manera.
—Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar. No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.
Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimiento dentro de los huevos.
Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.
Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.
Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas…
Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte… Ah, también allí. Pues me alegro.
Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos. Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido.
Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.
—¿Qué hacemos con ellas? —pregunté.
—Matarlas —contestó papá.
Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.
Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.
Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca. Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos.
Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firme ante la adversidad, preparó fríamente otro experimento
Le juro que si no hubiera ocurrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.
A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanización.
En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.
El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que ésa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.
Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.
No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.
Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombros, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.
—Papá —dije finalmente—, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.
Papá tuvo que aceptar. Estábamos totalmente arruinados.
Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.
Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo» se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.
Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes —la primera y más antigua— que ha crecido en torno de ellos.
Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo. Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.
Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es… Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.
La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.
Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»
Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.
De Isaac Asimov.
Categoría: Cibercuentos, Cuentos Infantiles y Juveniles