-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando oyó la voz que así le llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
Al norte de la ciudad vivía una niña llamada Jessica; Jessi como la llamaban sus amigos; ella con tan solo trece años se caracterizaba por ser muy intrépida y aventurera, vivía con sus padres y su pequeña hermana en una mediana y confortable casa, y sus mejores amigas eran Nicol y Hortensia.
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Ángel con apenas 6 añitos de edad estaba cargado de preguntas que a veces el anciano ni podía contestar. Esa tarde el niño preguntó al abuelo que por qué no podía volar. El abuelo dijo que no lo sabía pero que una historia venía a su cabeza y los infantes se dispusieron a escuchar.
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La zorra era conocida por su presunción y su gracia. Participaba en todos los bailes del bosque dándose mas importancia que una princesa.
Un día encontró una gata que le dijo admirada: ¡Oh, querida zorra! ¿Que haces para ser tan lista? Me gustaría tanto poder ser así. La zorra casi reventó de orgullo.
-Quién no lo consigue es solo por estupidez -dijo con soberbia-. No sabes hacer nada especial, ¿gata inútil?
– ¡Oh, no! respondió la gata-. Ya es bastante si consigo subirme a un árbol cuando veo un perro.
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Dirás que suena ridículo, o anticuado, con todos los medios de entretenimiento modernos que existen, pero ¿te olvidas de ello si yo sonrío indulgentemente?
Tengo dieciocho años y, de muchas variadas formas, he dejado algunas niñadas detrás mío. Pero Padre es un orador y su voz despide un mágico aliento que aún me engancha, y, para ser sincero, eso me fascina. Incluso si pensamos que ganamos la Guerra, perdimos bastante en el proceso, y allá afuera hay un mundo cruel e ingrato. Seguiré siendo joven todo lo más que pueda.
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El pez Félix era feliz en su diminuta pecera. Su amo le daba de comer -día sí y día también- la típica comida para peces marrones que venden en las tiendas de comida para peces marrones. Félix estaba contento con su barquito hundido, con sus corales falsos y con sus algas de plástico. No necesitaba el mar. Se conformaba con lo que allí tenía. No era ambicioso. No más que el resto de los peces.
Érase una vez un niño que con su telescopio no paraba de ver a una estrella, de repente un planeta se la acercó mucho y sin querer le dio un golpe y la mando muy lejos. El niño se puso muy triste porque creyó que nunca más iba a ver esa estrella porque el planeta la mando tan lejos que fue a parar a un sitio de muchos planetas.
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En un mundo existían tres reinos, el reino del norte, el reino del oeste y el reino del oriente. Los tres vivían en paz y armonía. Hasta que un día el rey de oriente, el cual era el reino más poderoso murió. Dejando así el trono a su único hijo quien era despiadado e ingenuo. Este joven rey no podía entender por que su reino siendo el más poderoso y vasto de los tres tenía que ayudar a los otros dos. Por esta misma razón de un día para otro cortó toda la ayuda a los otros reinos.
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Pero éstas aldeas no habían sido descubiertas por nadie, ya que éstos seres eran de un tamaño demasiado pequeño, gracias a eso lograban mantenerse fuera del alcance de los humanos.
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