Categoría:Cibercuentos, Cuentos Infantiles y Juveniles
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Cuentan que en el inmenso mar que rodea una lejana isla tropical, en sus calidas aguas, habita un peculiar personaje al que la gente del lugar lo conoce como «el delfín saltarín». Pero nadie sabe que ese hermoso delfín tiene un nombre, porque una Tortuga bonita lo llama «Gael» y ella lo cuida y juega con él.
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Paseaba un león por una playa y vio a un delfín asomar su cabeza fuera del agua. Le propuso entonces una alianza:
— Nos conviene unirnos a ambos, siendo tú el rey de los animales del mar y yo el de los terrestres– le dijo.
Aceptó gustoso el delfín. Y el león, quien desde hacía tiempo se hallaba en guerra contra un loro salvaje, llamó al definí a que le ayudara. Intentó el delfín salir del agua, mas no lo consiguió, por lo que el león lo acusó de traidor.
— ¡No soy yo el culpable ni a quien debes acusar, sino a la Naturaleza — respondió el delfín –, porque ella es quien me hizo acuático y no me permite pasar a la tierra!
Cuando busques alianzas, fíjate que tus aliados estén en verdad capacitados de unirse a tí en lo pactado.
Un día, mientras estaba jugando con unas algas en el fondo del mar, sus amigos los otros delfines se fueron persiguiendo a unos pececillos y ya no volvieron, así que Graciano ya no tenía amigos delfines con los que nadar, aunque era amigo de otros animales, como la medusa Aurelia, que era blanca y transparente y flotaba graciosamente en el agua, y la tortuga Presurosa, que era muy vieja y sabía un montón de cosas.
Un día la medusa Aurelia se acercó a Graciano rápidamente y le dijo:- ¡Cuidado, Graciano! He visto a unos tiburones que vienen hacia aquí. Son malos y están persiguiendo a unos atunes para comérselos. Yo voy a alejarme de prisa, y te recomiendo que hagas lo mismo – y dicho esto, salió nadando con sus largos filamentos.
Pero el delfín no tenía miedo de los tiburones, y sí curiosidad por saber qué era lo que estaban haciendo. Porque habéis de saber que los delfines son los únicos animales marinos que se atreven a enfrentarse con los tiburones: porque si los tiburones tienen dientes muy afilados y pueden ser de gran tamaño, los delfines son muy fuertes y saben embestir valientemente con su cabeza. Por éso se quedó para ver qué pasaba. Y así fue como vio venir a varios tiburones detrás de una bandada de atunes, que son unos peces muy gordos y sabrosos.
Como los tiburones son muy fieros, a veces persiguen a otros peces aunque no tengan hambre, y era esto lo que pasaba: que se comían a los atunes sin ganas. Esto no gustó nada a Graciano, que pensaba que sólo debían cazarse los peces que hiciera falta para comer, y así se lo dijo al tiburón que parecía el jefe:- ¡Eh, tiburón! Sois unos abusones: ¿por qué no dejáis en paz a los atunes si ya habéis comido lo suficiente?
Y el que parecía el jefe le respondió: Tú no te metas, delfín. Haremos lo que queramos. ¿O es que nos lo vas a impedir?
A Graciano no le gustó nada esta respuesta y le dijo: Pues ahora verás.
Y tomando impulso dio un fortísimo cabezazo al tiburón. Antes de que pudiera reponerse, ya le había dado otro cabezazo. El tiburón se escabullía e intentaba morder al delfín, pero todavía recibió más golpes, hasta que se dio por vencido y por fin dijo: ¡Vámonos de aquí!
Pero antes dio a traición una dentellada al delfín y le hizo una herida debajo de la aleta.
Graciano estaba contento porque había puesto en fuga a los tiburones, pero le dolía la herida y decidió consultar con su amiga la tortuga Presurosa.
– Lo mejor que puedes hacer –le dijo la tortuga– es salir a la superficie y dejar que el sol y el viento sequen la herida. Hay cerca de aquí una isla que tiene una playa muy agradable: si vas a ella y te estás quieto, en unos pocos días te pondrás mejor.
Y así lo hizo. Nadó despacito hasta aquella isla y se tendió en la arena dorada a recibir la caricia de la brisa y del sol. Así estuvo un buen rato, cuando de pronto, creyó oir:- Eh, delfín, delfín…
Graciano no sabía de dónde salía la vocecilla que le llamaba, hasta que oyó:
– Delfín, soy yo, la palmera…
Y es que había una palmera de grandes hojas mecidas por el viento, que le estaba hablando.
– Vaya, palmera, perdona que no te contestara. No sabía que eras tú la que llamaba: yo pensaba que los árboles no hablaban.
– Claro que hablamos… Pero para oírnos hay que saber escuchar. Mira, delfín, creo que te puedo ayudar. En esta isla hay un acuario con muchos peces, focas y delfines. El dueño del acuario viene por las tardes a pasear por esta playa: es una buena persona y si te ve seguro que te lleva para que te curen esa pequeña herida. Lo que tienes que hacer es sólo estar aquí muy quietecito.
A Graciano le gustó aquello. Si había delfines en el acuario a lo mejor podía hacer amigos y además allí le ayudarían a que se curara. Así que hizo caso de lo que la palmera le decía y se estuvo muy quietecito.
Y así fue como, al caer la tarde, vio venir a un señor con una niña de la mano. Cuando se acercaron, la niña dijo:
– ¡Mira, papá! Un delfín en la arena… ¡Qué bonito es! Pero mira, parece que tiene una herida…
El hombre se acercó y examinó a Graciano, que tenía un ojo cerrado pero el otro medio abierto para ver lo que estaba pasando. Dijo:
– Vamos a llevarlo al acuario para curarlo. A lo mejor quiere quedarse a vivir con nosotros.
Y llamó a una furgoneta-ambulancia. Allí metieron a Graciano y se fueron todos a la enfermería del acuario. El delfín estaba agradecido a la palmera, y al irse le dijo adiós con la aleta.
En el acuario conoció a muchos animales y vivió contento porque tenía amigos delfines con los que jugar. Todos los señores del acuario conocieron su nombre porque se lo había dicho en el lenguaje de los delfines a la niña, que sabía entenderlo. De vez en cuando, se escapaba a ver a sus antiguos amigos, la tortuga Presurosa y la medusa Aurelia, y al volver pasaba a saludar a la palmera.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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