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Etiqueta: cuento

El sueño del bebé elefante
La alborada se despierta engalanada de nubes, presumiendo de su radiante esplendor. El reloj del tiempo, marca el inicio de una nueva semana, la brisa juega con las hojas de los árboles difundiendo el aroma de las flores. Toda la naturaleza, está cubierta entre un mágico hechizo de hermosura y música.  Lunes y martes, los dos primeros días de la semana, parecen dormir, abrazados junto a la orilla de un pequeño riachuelo, extasiados ante tanta belleza.

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El zorro y el caballo

Un granjero tenía un Caballo leal que se había hecho viejo y ya no podía trabajar. Así que su dueño no le dio más de comer y le dijo:

– Ya no te puedo utilizar más, pero todavía te quiero, si pruebas ser lo bastante fuerte como para traerme un León, te cuidaré. Pero ahora vete de mi establo. –

Y así lo hecho a campo abierto. EL Caballo estaba triste, y fue al bosque para conseguir un poco de refugio contra las inclemencias del tiempo. Entonces el Zorro se encontró con él y le dijo:

– ¿Por qué estás tan cabizbajo y sólo? –

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La zorra y el cuervo

La zorra salió un día de su casa para buscar qué comer. Era mediodía y no se había desayunado. Al pasar por el bosque vio al cuervo, que estaba parado en la rama de un árbol y tenía en el pico un buen pedazo de queso. La zorra se sentó debajo del árbol, mirando todo el tiempo al cuervo, y le dijo estas palabras:

-Querido señor cuervo, ¡qué plumas tan brillantes y hermosas tiene usted! ¡Apenas puedo creerlo! Nunca he visto nada tan maravilloso. Me gustaría saber si su canto es igual de bonito, porque entonces no habrá duda que es usted el rey de todos los que vivimos en el bosque.

El cuervo, muy contento de oír esas alabanzas, y con  muchas ganas de ser el rey del bosque, quiso demostrarle a la zorra lo hermoso de su canto.

Abrió, pues, el pico y cantó así:
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Las almohadas
Durante mucho tiempo se creyó que las almohadas eran el simple producto de una leyenda propalada por los pastores de la alta montaña.

Ellos afirmaban que no era sino sentarse a la sombra de un sietecueros de flores moradas y tocar la quena con amor para que empezaran a aparecer. Se entremezclaban con las mansas ovejas y con ellas pastoreaban la loma comiendo grama tierna y amarillas flores de retama.

Nadie nunca había cogido una viva para demostrar la verdad, pues las almohadas que viven en libertad son extraordinariamente tímidas. La silenciosa montaña hace que el más leve ruido sea inmediatamente detectado: dejan de comer, levantan medio cuerpo y miran atentamente en todas direcciones. A la menor señal de peligro se escabullen veloces buscando los tupidos matorrales del páramo.

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Ozturk, el cuervo blanco
Dicen que cuentan que andaba la Luna buscando un lugar donde jugar, cuando de repente escuchó unos sollozos; y así, curiosa como la Luna siempre ha sido, buscó y buscó hasta que al fin supo de dónde provenía aquel sonido, y abriéndose paso entre numerosas e inmensas nubes cargadas de nieve, divisó un oscuro y espeso bosque y en la cima del árbol más lejano encontró a un pequeño cuervo que lloraba desconsoladamente cubriéndose el rostro con ambas alas.
– ¿Por qué lloras cuervito?-preguntó tiernamente la Luna-
– ¿Me ayudarías a reparar un terrible error?-dijo entre sollozos el cuervo-
-Ten por seguro que si puedo ayudarte lo haré -respondió la Luna-  ¿cómo te llamas cuervito?
-Ozturk es mi nombre

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Los cazadores de focas 2
Punta Sobaco no aparece con ese nombre en las cartas de navegación, ni con ningún otro, pues faltarían denominaciones para designar todos los accidentes geográficos que caracterizan el despedazado archipiélago de las Guaitecas. Sólo los cazadores de focas de Quellón la conocen así, y entre ellos «el capitán Ñato». Tampoco este nombre es conocido en el puerto de Quellón, de pocos habitantes, y el último del sur de la isla grande de Chiloé.

El capitán Ñato es llamado así sólo por sus amigos los indios alacalufes de más allá del Golfo de penas. Es que Luis Andrade tenía una nariz tan aplastada como la de una foca que se hubiera dado un cabezazo contra una roca. Las dos fosas nasales eran lo único que asomaba a la superficie de su rostro; pero le bastaban para olfatear las rutas que seguían sus congéneres del mar, y así fue como dio con la famosa caverna donde paren las lobasen Punta Sobaco.

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Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le daba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a comprometernos. Entrábamos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

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Caprácnico
¡CAPRAC!… saltó el chivo por la ventana y cayó en medio de la sala.

-¡Ay, un chivo! –gritaron los señorones y la gran señora Dulce Fina, y se pusieron a correr y a gritar por toda la sala.

-¡Ay, ay, un chivo!… ¡Socorro!… ¡Venga pronto, Sélfido! ¡Auxilio, Sélfido!

En la sala de al lado vivía Sélfido, por eso era vecino de los señorones y de la gran señora Dulce Fina. Sélfido era un criador y domador de chivos.

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Caperucita y Los Aves
Aquel invierno fue más crudo que de ordinario y el hambre se hacía sentir en la comarca. Pero eran las avecillas quienes llevaban la peor parte, pues en el eterno manto de nieve que cubría la tierra no podían hallar sustento.

Caperucita Roja, apiadada de los pequeños seres atrevidos y hambrientos, ponia granos en su ventana y miguitas de pan, para que ellos pudieran alimentarse. Al fin, perdiendo el temor, iban a posarse en los hombros de su protectora y compartían el cálido refugio de su casita.

Un día los habitantes de un pueblo cercano, que también padecían escasez, cercaron la aldea de Caperucita con la intención de robar sus ganados y su trigo.

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Caperucita Roja
Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas…

De repente vió al lobo, que era enorme, delante de ella.

– ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.

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