Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase, se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque, para él desconocido, y se extravió en su espesura. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo, y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche. Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha, ya que, de otro modo, el viento, que soplaba entre las copas de los árboles, se lo habría llevado volando.
– Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
– De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
Érase una vez un niño que con su telescopio no paraba de ver a una estrella, de repente un planeta se la acercó mucho y sin querer le dio un golpe y la mando muy lejos. El niño se puso muy triste porque creyó que nunca más iba a ver esa estrella porque el planeta la mando tan lejos que fue a parar a un sitio de muchos planetas.
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(El niño que se convirtió en perro)
Hace mucho, mucho tiempo existió un pequeño pueblito llamado amor, en el habitaban quinientas personas y todas eran amables, puesto que ayudaban entre ellos, pero Había- uno, uno de los quinientos, un pequeño niño que era muy inquieto, molestaba a todos incluso a los pobres animalitos esas pobres e indefensas criaturas que no le hacen mal a nadie.
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