– Que venga mi fiel Juan.
Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor. Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey:
Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase, se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque, para él desconocido, y se extravió en su espesura. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo, y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche. Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha, ya que, de otro modo, el viento, que soplaba entre las copas de los árboles, se lo habría llevado volando.
– Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
– De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.