El aire… el impulsor de nuestras cometas, el motor de los follajes a donde trepábamos para ser mecidos por él.
La tierra… con ella hacíamos pirámides y otras figuras de una geometría más inventada que conocida. Amasada con agua, era la materia prima de una rústica alfarería y cerámica que nos divertía. Hasta llegamos a hacer con barro una réplica minúscula de la aldea, iluminada con aceite de higuerilla, extraído por nosotros también con el «tártago» o ricino en lámparas de barro, normalmente también de nuestra fabricación.
Todo esto en comunidad infantil que el juego convocaba, seleccionaba, comunicaba y hacía convivir en grupo. En «pandilla». La pandilla, por sí misma, era el juego. En realidad el gran juego eran nuestras manos que tenían que hacerlo todo para jugar. Nuestra pobreza no nos permitía comprar juguetes. O los hacíamos nosotros, o nunca tendríamos nada.
Donde nuestras manos más se lucían era en la fabricación de trompos, jaulas, arcos, flautas de bambú o caña brava «runrunes» con botones o tapas de cerveza, rodajas y piola, cornetas, escopetas de madera, cocas. Una buena gama de productos de nuestra propia marca para jugar.
El mejor fabricante de la pandilla era el Manco Pastor Castro, de once años. Era casi inexplicable cómo con un trocito de naranjo seco, un bejuco, un alambre, un tubo viejo, en su mano derecha un cuchillo, ayudado por el muñón de la izquierda, Pastor fabricaba juguetes impecables: trompos de bailar «sedito»; fusiles, arcos, arpones, flechas, y como con unas «vendas», engrudo y papel periódico producía las cometas más voladoras, sin que nuestras manufacturas en tal sentido pudieran competir. Sin embargo, cada uno hacía lo suyo o no jugaba.
Los de la pandilla nos estimulábamos en mejorar nuestro ingenio. Una vez estuvimos medio día apostados en silencio en un matorral esperando que un turpial cayera en la trampa de Pastor Castro, y otra trampeamos una ardilla que luego encerramos en una jaula de Pastor, quien la regaló a la pandilla. Propiedad comunal, teníamos derecho a llevarla por unos días, y por turnos, a nuestras casas.
Pastor nunca regateaba, era generoso y abierto. Él, como casi todos los de la pandilla, dábamos lo que nuestras manos hacían, pues no teníamos más que dar. Pero nos dábamos todos los unos a los otros con compañerismo, interrumpido por alguna bravata y disputa transitoria, con reventones de narices y reconciliación.
La pandilla empezó un día a ser menos alegre. Rumores extraños empezaron a correr: que si rojos, que si azules… que si de la oposición… que si del gobierno… que don Juan no le habla a don Pedro… que si el asalto, que si la guerrilla, el ejército o la policía… que mataron a Luis Gómez de la tienda del Alto… que en el pueblo el alcalde está contra el cura…
Y fuimos informándonos indirectamente de «los contras»… Cuál contra quién… y quién contra cuál… La comunidad de la tierra, el hombre y el animal, tan práctica en nuestra comarca, fue rompiéndose. Apareció entre los hombres la palabra «violencia», que nosotros los niños creíamos aplicable solamente a las fieras. Y hasta nosotros mismos, sin darnos cuenta, comenzamos a ser violentos en nuestros juegos de «rayuela» donde intentábamos «rayar» el trompo perdedor, y en las guerras de cometas-enredar en los aires, una con otra y no dejar caer la propia. En la escuelita la maestra se entristecía cada vez más al no poder apaciguarnos siempre. Y la pandilla empezó a disminuir, pues algunos padres prohibieron a sus hijos participar en ella.
Un día hirieron al papá de Pastor Castro. Al curarse, la familia de Pastor se fue a otro municipio y la pandilla definitivamente se disolvió. La violencia había llegado.
De Gonzalo Canal Ramírez – Colombia
Categoría: Cibercuentos, Cuentos Infantiles y Juveniles