Lo mismo el pobre albañil que su esposa sufrían lo indecible por esa situación, no sólo por ellos mismos, sino principalmente por los hijos. Y el hombre se pasaba muchas horas en vela, discurriendo la forma de conseguir trabajo.
Una noche, cuando por fin había logrado conciliar el sueño, despertó sobresaltada al oír que alguien golpeaba con fuerza la puerta de la mísera casucha en la que vivía. Encendió una vela – la última que les quedaba en la casa – y corrió a abrir.
– ¿Quién podrá ser, a esas horas? -se preguntaba-. Ninguna buena noticia, por supuesto. ¡Hace tiempo que nadie me ha dado ninguna!
Pero cuando abrió la puerta, su mal humor se transformó en asombro. A su vista apareció la figura de un caballero alto, flaco y de aspecto demacrado, al que la temblona luz de la vela daba una apariencia fantasmal y que se envolvía en una amplia capa.
– Vengo en tu busca, buen hombre -le dijo el desconocido-. Sé que eres un buen creyente y eso me hace suponer que eres de fiar. ¿Quieres efectuar esa misma noche una tarea que no admite demora?
– Desde luego, caballero, desde luego -respondió el albañil, sin dudar lo más mínimo-. Trabajo es lo único que deseo y todas las horas son buenas para el que no conoce la pereza. Pero, naturalmente, tendréis que pagarme como corresponda.
– Así será. Y no tendrás queja de mí, estoy seguro. Pero impongo una condición -respondió el caballero.
– ¿Cuál, señor?
– Como que el asunto es algo secreto, me permitirás que te vende los ojos.
El albañil no puso ningún reparo a esa condición, pues lo único que a él le importaba era ganar algún dinero. Y así, en cuanto el caballero le hubo vendado los ojos con un pañuelo que ya llevaba preparado, dejóse conducir dócilmente por una serie de callejuelas tortuosas. Anduvieron durante largo rato hasta que, por fin, se detuvieron y oyó claramente cómo el caballero metía una llave en la cerradura de una puerta que, por el ruido, que hizo al abrirse, sin duda era muy pesada. Traspuesto el umbral, oyó correr el cerrojo a sus espaldas y, finalmente, recorrieron un largo pasillo.
Por fin, el caballero le quitó la venda de los ojos y entonces el albañil advirtió que se encontraban en una espaciosa sala interior, que daba a un patio, apenas iluminado por el débil resplandor de la luna.
El hombre experimentó un escalofrío. Pero se sobrepuso al escuchar la voz del caballero:
-Tu trabajo consistirá en hacer una pequeña bóveda, bajo la taza de esa fuente morisca que hay en el centro del patio. Y conviene que procures terminarla hoy mismo.
– Lo intentaré, señor -contestó el albañil, disponiéndose a empezar el trabajo sin perder un minuto.
– Ahí, junto a la fuente, encontrarás ladrillos, y todas las herramientas que puedas necesitar.
Nuestro hombre trabajó incansable durante largas horas, pero pronto se convenció de que era completamente imposible terminarla, pues requería más tiempo del que a primera vista parecía. Así mismo lo comprendió el caballero, y antes de rayar el alba le llamó, poniéndole una moneda de oro en la palma de la mano.
– Ya basta por hoy. Esa moneda es en pago del trabajo realizado. ¿Estás conforme en volver mañana por la noche, para terminar tu obra?
– ¡Desde luego, señor! Siempre que el pago sea el mismo…
– Lo será -afirmó el caballero.
Y vendándole de nuevo los ojos le llevó hasta la puerta de su casa.
Durante todo el camino el albañil no dejó de acariciar la moneda de oro que había recibido en pago de su trabajo. Estaba contentísimo, imaginando la sorpresa de su mujer y al pensar que durante algunos días, por lo menos, sus hijos dejarían de pasar hambre.
– Hasta mañana, a medianoche – le dijo el caballero, al despedirse, y antes de perderse en la semioscuridad del amanecer.
Todo el día lo pasaron el albañil y su mujer, discurriendo quién podía ser aquel caballero y a qué fin destinaba la bóveda que le había encargado. Pero de esas preocupaciones no participaban sus hijos. No sólo porque el albañil, discreto, sólo a su mujer le contó la extraña aventura, sino también porque bastante ocupados estaban los chiquillos comiendo cuanto pan y tocino querían, con lo cual se desquitaban del hambre de muchas semanas. A medianoche, cuando toda la ciudad dormía, de nuevo sonaron unos golpes en la puerta del albañil. Y nuestro hombre se apresuró a abrir y esta vez no sintió temor alguno a la vista de la figura alta y enjuta del caballero.
Por el contrario, pensando en la moneda de oro que también aquella noche recibiría en pago de su trabajo, se dejó vendar los ojos y con gran contento siguió al misterioso caballero por calles que, debido sin duda a su estado de ánimo, le parecieron menos tortuosas que el día anterior.
Aún faltaban más de dos horas para el amanecer, cuando nuestro hombre puso término a su trabajo.
– Muy bien -dijo el caballero-. Ahora tienes que ayudarme a meter en esa bóveda unos bultos que tengo escondidos tras unas columnas. Al albañil se le erizaron los cabellos, temiendo que los bultos de los que el caballero hablaba, pudieran ser algo delictivo, y el escalofrío que le recorrió el cuerpo le hizo temblar de tal modo que, por unos momentos, fue incapaz de hacer el menor movimiento.
– ¡Vamos, date prisa! -gritó el caballero.
Aquellas palabras impacientes le devolvieron a la realidad. Y haciendo un esfuerzo, siguió al caballero hasta una cámara algo apartada, pero temiendo encontrarse, de un momento a otro, frente a algún horrible espectáculo.
¡Qué alivio experimentó cuando, ocultos tras unas columnas, advirtió cuatro grandes odres que, al parecer, contenían dinero.
Ya tranquilizado, unió sus esfuerzos a los del caballero y por fin pudieron arrastrarlos hasta la bóveda.
– Ahora cierra ese nicho de forma que nadie pueda imaginar lo que oculta.
El albañil, que era muy diestro, restauró con tanta maestría el pavimento, que nadie hubiera podido suponer la obra que allí se había realizado, por lo cual el caballero se mostró satisfechísimo y le entregó, no una, sino dos monedas de oro.
Seguidamente le vendó de nuevo los ojos, conduciéndole esta vez por un camino distinto al de las otras veces. Subieron y bajaron por callejuelas tortuosas y empinadas, y por pasadizos que parecían no tener fin. Cuando se detuvieron, el caballero no le quitó
; la venda, sino que, por el contrario, le dijo:
– Espera aquí sin moverte un paso, mientras no oigas tocar a maitines la campana de la catedral. Sólo entonces podrás destaparte los ojos y regresar a tu casa. Si no me obedeces, grandes desgracias caerán sobre tu familia y tu propia persona. Y partió.
Ni por un segundo sintió nuestro hombre la tentación de desobedecer a quien tan generosamente le había pagado. El tiempo que tuvo que esperar antes de oír las campanas de la catedral se le hizo corto, porque se distrajo sopesando las monedas que acababa de recibir y haciéndolas tintinear la una contra la otra, Pero cuando por fin oyó el tañido de la campana, se arrancó de un tirón la venda y miró a su alrededor para orientarse. Estaba junto al río Genil y le fue fácil llegar rápidamente a su casa, donde su mujer le esperaba con la impaciencia que es de suponer.
Durante quince días la familia fue completamente feliz, pudiendo comer cuanto les apetecía. Pero, pasado ese tiempo, el albañil se encontró tan pobre como antes y con las mismas dificultades para encontrar quien le encargara trabajo, con lo cual de nuevo cayó en la más negra melancolía, a pesar de los esfuerzos de la esposa por alentarle y darle ánimos.
– Ya verás -le decía, animosa-. Ya verás cómo algún día cambia tu suerte. Somos buenos y tú eres honrado y trabajador, ¡no es posible que la desgracia nos persiga indefinidamente!. ¡Quién sabe!… A veces suceden cosas extraordinarias y Dios nunca abandona a los que, como nosotros, confían en El y guardan sus preceptos.
– Sí, mujer, lo sé -contestaba el pobre hombre-. También yo espero que algún día cambie nuestra suerte y consiga trabajo abundante y bien pagado, a fin de poder alimentamos a ti y a nuestros hijos. Pero, entretanto, ¿cómo quieres que no esté triste, viendo cómo los niños apenas si pueden hacer una mala comida al día… ?
Y así pasaron algunos meses.
Hasta que, una tarde, estaba el pobre albañil sentado frente a la puerta de su casucha, meditabundo y abatido como de costumbre, con la cabeza apoyada en las manos, reflexionando en busca de alguna solución que le permitiera salir de apuros de una vez para siempre, cuando una tosecilla discreta y unos pasos que se detenían junto a él le sacaron de sus meditaciones.
Levantó la vista y vio ante sí a un anciano. Le reconoció al instante. Era uno de los hombres más ricos, pero también más avaros de la ciudad, un hombre que había amasado su fortuna aprovechándose de la necesidad de los pobres, llegando a convertirse en propietario de muchas casas, a cuyos inquilinos explotaba de un modo tacaño y miserable.
El albañil le miró interrogante y el acaudalado anciano, con voz chillona y desagradable, dijo:
– Buenas tardes, buen hombre.
– Buenas tardes, señor -contestó el albañil-. ¿En qué puedo serviros?
«Quizá me encargue algún trabajo -pensaba-. Si es así, me pagará muy poco, lo sé, pero aunque así sea, tendré que aceptar, siendo tan grande como es mi pobreza.»
El anciano avaro, como si adivinara sus pensamientos, contestó:
– Me han dicho que eres muy pobre.
– En efecto, señor. No puedo negarlo, a la vista está.
– Y también me han dicho que, sin embargo, eres un buen albañil que sabe hacer excelentes trabajos -prosiguió el anciano.
– No os han engañado, señor. Mi pobreza me obliga a trabajar más barato que ningún otro albañil de Granada. Sin embargo, sin falsa modestia, he de deciros que me siento capaz de hacer el mismo o mejor trabajo que cualquier otro. Pero no tengo suerte…
– Bien, bien -le interrumpió el anciano que, como todos los avaros, sólo se interesaba por las desgracias de los demás para aprovecharlas en beneficio propio, pero huía de oír lamentaciones-. Supongo que te agradará que te encargue algunas reparaciones y me las cobrarás baratas.
– Sí, señor, desde luego.
– Entonces, de acuerdo. Te diré de qué se trata. Tengo una casa vieja, que se me está viniendo abajo. Pero, claro, no quiero gastar en ella más dinero en reparaciones de lo que por sí misma pueda valer. Mucho menos teniendo en cuenta que nadie quiere vivir en ella, lo cual significa que no me proporciona el menor beneficio. Resumiendo, sólo quiero que hagas las reparaciones precisas para que siga manteniéndose en pie.
– Estoy a vuestras órdenes, señor. Puedo empezar cuando queráis.
– Mañana al amanecer vendré a buscarte y te acompañaré.
Y tal como lo dijo, lo hizo.
Al día siguiente el avaro fue en busca del honrado albañil y le condujo hasta la puerta de un caserón que, en sus tiempos, debió pertenecer a algún personaje de alcurnia, porque se adivinaba amplio y de rica construcción. Pero con el paso de los años y sobre todo por el abandono que durante los últimos tiempos había sufrido, casi amenazaba ruina. Transpusieron el umbral y recorrieron amplias salas y largos corredores, hasta llegar a un patio interior, en cuyo centro se levantaba una vieja fuente morisca que, al instante, llamó poderosamente la atención de nuestro albañil.
Se detuvo un momento, observando con la mirada todos los rincones del patio, así como también las paredes y el techo de la cámara contigua, meditando, al parecer, el precio que debería pedir por su trabajo.
– Realmente, todo eso está muy mal -dijo-. Quien habitó esa casa últimamente, debía ser hombre de pocas exigencias.
– ¡No me recuerdes siquiera a mi último inquilino! exclamó el avaro-. Sólo de pensar en él, siento que me pongo enfermo.
– ¿Se murió, acaso, debiéndoos alquileres atrasados…? -preguntó el albañil.
– No, no se trata de eso. Siempre pagó puntualmente. Pero era un caballero que llegó a la ciudad sin que nunca nadie supiese jamás de dónde venía. No tenía familia alguna y no se ocupaba más que de sí mismo. Tenía fama de muy rico, de inmensamente rico, pero ya sabes, las apariencias engañan en ocasiones. ¡Lo mismo dicen de mí la gente del pueblo! Cualquier persona con la que hables, te dirá que yo tengo muchos doblones de oro y en realidad soy un pobre viejo que sólo posee algunas casas, casi todas en tan mal estado como esa, y que apenas si me proporcionan lo suficiente para mal vivir.
– Sí, claro -asintió el albañil, sin contradecirle aún sabiendo perfectamente que la fama del anciano avaro estaba más que justificada. Y añadió: – Pero, decidme, ¿qué fue del caballero…?
– ¡Ah, sí, el caballero! Pues, verás, un día murió de repente. ¡Apenas si tuvo tiempo de recibir los últimos sacramentos! Pero con gran sorpresa por parte de todos, no se halló en la casa más que una bolsa de cuero conteniendo algunos ducados. ¡Figúrate la desilusión que experimentaron todos los
que, al saber su muerte, se habían apresurado a entrar en la casa, llamándose a sí mismos vecinos o amigos, con el fin de tomar parte en el reparto de sus bienes!… Yo mismo, claro está, fui el primero en llegar. Al fin y al cabo era mi inquilino y tenía más derecho que nadie. Pero, como te digo…, ¡el miserable sólo tenía unos pocos ducados!
Tras una pausa exigida por su excitación, prosiguió diciendo el viejo avaro:
– Pero no es eso lo peor. Lo peor es que ese caballero, aun a pesar de estar muerto desde hace tiempo, sigue habitando la casa…, ¡y sin pagar alquiler, eso es lo malo!
– ¿Decís que sigue habitando la casa… a pesar de estar muerto…? No os entiendo, señor -se sorprendió el albañil.
– Lo decía en sentido figurado. Pero la verdad es que a la gente le ha dado por decir que su alma sigue habitando la casa y muchos aseguran haber oído, por la noche, tintineo de monedas en la que fue la habitación del caballero. Aseguran que su espíritu vuelve cada día para contar una y otra vez las monedas que no pudo llevarse consigo. Y también hay quien asegura haber oído lamentos y quejidos en el patio.
– Habladurías… La gente tiene mucha imaginación, señor -afirmó nuestro hombre.
– ¡Claro que son simples habladurías de gente con exceso de imaginación!. Pero verdaderas o falsas, han conseguido que esa casa adquiera mala fama y por eso no consigo alquilarla, ni aun a pesar de ofrecerla por muy poco dinero.
– Se me ocurre una idea -dijo el albañil-. Advierto que esa casa necesita muchas reparaciones para dejarla en condiciones de ser habitada de nuevo. Y eso lleva tiempo…
El anciano avaro arrugó el entrecejo. Comenzaba a temer que el albañil no le resultara tan barato como en un principio esperaba. Sin embargo, nada dijo y le dejó proseguir.
– Lo mejor sería que yo habitara la casa, en tanto realizo las reparaciones necesarias. Si me permitís vivir en ella sin pagar alquiler, nada os cobraré por mi trabajo. Y la abandonaré, os lo prometo en cuanto se os presente un inquilino mejor. Además, eso servirá para que la gente cese en sus habladurías.
– Eres valiente, por lo que veo. ¿No temes a los espíritus?
– Los espíritus, vos lo dijisteis hace un momento, sólo existen en la imaginación de las gente. Yo soy buen creyente. Sólo temo a Dios, pero guardo sus preceptos y sé que me librará de todo mal.
– De acuerdo, entonces -dijo el viejo avaro, deseoso de cerrar pronto aquel trato que tanto le favorecería-. Trasládate a esa casa cuando quieras, y comienza tu trabajo tan pronto te sea posible.
Y se marchó muy contento, frotándose las manos con satisfacción. Pero no menos satisfecho se marchó el pobre albañil.
– ¡De una vez para siempre se acabaron todos los problemas! -se decía, mientras regresaba a su casa.
Al día siguiente las gentes vieron con asombro cómo el albañil trasladaba a la casa «embrujada», como desde hacía tiempo llamaban a la que había sido morada del caballero, los pocos muebles y enseres de que disponía.
– Algo horrible le sucederá, sin duda -se decían las viejas, llenas de temor.
Pero nada malo le sucedió al pobre albañil, ni a ninguno su familia. Por el contrario, poco a poco, fue reparando la casa, y como ya dijimos que era muy hábil en su trabajo y excelente conocedor del oficio, consiguió restaurarla con tal arte que volvió a convertirse en una de las mejores de la ciudad.
Y como si en lugar de las desgracias que la gente le profetizaba, la casa le hubiera traído la suerte, a la antigua pobreza sucedió un bienestar que aumentaba al paso de los días. El hambre huyó para siempre de la casa, su mujer y sus hijos compraron buenos vestidos, e incluso se permitieron el lujo de renovar el mobiliario.
Ya nadie volvió a decir que oía por las noches el tintineo de oro en la que fue habitación del caballero. Ahora todos lo oían de día y a la luz del sol, en los bolsillos del pobre albañil, al que todos sus vecinos llegaron a querer, admirar y respetar, por sus virtudes, así como también por su generosidad hacia todos.
Porque su fortuna parecía multiplicarse al paso de los días. Y así, una a una, fue comprando muchas fincas, entre ellas el mismo caserón que ahora habitaba, con lo cual se convirtió en uno de los hombres más ricos de la ciudad de Granada, y su bolsa no parecía agotarse nunca, a pesar de que dio importantes sumas a los necesitados y a los hospitales, y también socorría siempre con largueza a cuantos menesterosos llamaban a su puerta.
Su mujer intuía el origen de aquella fortuna, pero como era muy discreta, jamás se lo preguntó abiertamente, y jamás albañil se lo reveló tampoco con claridad. Su secreto se hubiera marchado con él a la tumba si no hubiera sido porque había llegado a viejo y sintiendo que llegaba su última hora, llamó a su hijo mayor.
– Tengo que decirte algo -le dijo.
El muchacho tenía los ojos llenos de lágrimas, pues pensaba que acaso fuera aquella la última conversación que tendría con su padre y dijo, haciendo un esfuerzo:
– Te escucho, padre. Dime lo que sea.
– Tienes derecho a conocer el secreto de nuestra fortuna. Eres mi primogénito y debo explicarte algo…
El antiguo albañil con voz débil, que a veces no era más que un simple murmullo, le explicó a su hijo una historia increíble. La de una noche de miseria y de hambre, en que un caballero alto y enjuto, llamó a su puerta y le pidió que le siguiera, para hacer unas reparaciones en su casa.
– Tuve que cavar una bóveda, bajo la fuente morisca del patio -dijo el anciano a su hijo-, y la casualidad quiso que meses después me encontrase en ella otra vez. Es ésta, hijo mío, en que vivimos y pronto comprendí todo lo que valía el secreto de aquellas noches en que trabajé con tanto secreto…
Y siguió contando a su hijo cómo encontró otra vez el tesoro, fabuloso en verdad, que él mismo escondiera y tapiara luego. Del mismo había podido hacer su suerte toda la familia y aún no lo habían terminado, pues la vida de orden, honradez y trabajo que llevaron siempre, había impedido que las monedas de oro fueran sólo el sueño de su vida.
De este modo sólo habían gastado una tercera parte y aun así ésta no se había evaporado, pues estaba en casas y terrenos. Y llevando una vida de bienestar y aun de opulencia, no tenían el temor de verse pobres otra vez.
Quizá el tesoro del albañil no fue el que encontró en la bóveda de la fuente morisca, sino su honradez, sentido del trabajo y ordenación de vida. Por eso el tesoro no se acabó nunca y el buen albañil lo dejó a sus hijos en herencia.
Fin.
De Washington Irving.
Categoría: Cibercuentos, Cuentos Infantiles y Juveniles