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Cuento Mixteco: El flojo que recibió dinero en su casa

Dicen que así le sucedio a un flojo, tan flojo, que hasta pararse le daba flojera. Si estaba sentado junto a la ceniza, la revolvía. Su madre le decía:

—Aunque sea ve por leña, levántate, trae un viaje de leña, ¿por qué no te dan ganas de trabajar?

—¿Y para qué quieren que trabaje?

—Pues para que tengas dinero.

—No, para qué me afano. Cuando haya algún dinero que sea para mí, tiene que llegarme hasta la casa.

—¡Cómo crees! Lo que habías de hacer es trabajar.

—¿Para qué? —preguntaba el flojo con flojera.

Todos los días le decían y le decían, hasta que por fin un día aceptó: iría por la leña.

—Si tanto quieren que vaya, iré. Ustedes ensíllenme el burro y ya que esté listo, me suben.

—¿Qué, sí vas a ir?

—Sí, hombre, si tanto quieren que vaya, iré.

Le ensillaron el burro y lo subieron arriba de la montura.

Le pegaron al animal para que caminara y ahí iba el flojo por el camino.

—¿Para qué buscar leña? —decía el flojo—. ¡Qué trabajo! Caminaré hasta que la halle tirada; allí la corto y me regreso, pero no voy a ponerme a tumbar nada; donde esté, pues allí estará.

Iba en su burro, despacito —si al fin no tenía prisa—. Llegó lejos y vio un árbol tirado en el camino. Estaba bueno, ése le serviría.

—¿Para qué andar buscando si aquí está ésta?, la corto, me subo y me regreso.

Rajó la leña y completo su carga. La subió al burro.

—Antes de irme —dijo— necesito descansar.

Anduvo un poquito, nomás unos pasos por el cerro, y vio un árbol enorme. Allí se le antojó para sentarse un rato. Se acercó más y vio que había un arado chiquito, como de juguete. Allí estaba abandonado. El flojo se puso a jugar, comenzó a hacer surcos pequeños en la tierra y que va tocando con ese arado de juguete una caja, apenas enterrada en el suelo. La abrió. ¡Estaba llena de dinero!

—¿Y para qué la quiero? —dijo—. Si me tocara a mí, llegaría hasta mi casa sin necesidad de andar cargando. Aquí está, aquí que se quede. Además, ni modo que baje la leña, ¿verdad?

Dejó el arado y el dinero y regresó al pueblo. Al pasito venía. Cuando ya estaba cerca de su casa, cruzó con unos vaqueros que andaban arreando ganado. No lo vieron —ni tampoco él los vio—. Lo arrollaron. El flojo se cayó de su burro. Ahí se quedó tirado, a medio camino.

—A lo mejor ya me morí. ¿Entonces para qué me levanto?

El burro, sin jinete, enfiló a la casa. Llegó. Los familiares lo vieron llegar, lo descargaron, lo amarraron y nada que se aparecía el muchacho flojo. Salieron a buscarlo. Llegaron a donde estaba tirado. Le preguntaron:

—¿Qué te pasó, que haces allí tumbado?

—No me toquen, soy hombre muerto.

—Qué muerto ni qué muerto, levántate.

—¿Para qué me levanto si me van a volver a tender? ¿Qué no ven que me morí?

—Ya, levántate y vámonos, ¿a poco los muertos platican?

—Es que caí desde alto, por eso morí.

Y no lograron que se levantara. Tuvieron que llevárselo cargando. En la casa, le dieron de comer, lo acostaron. En la nochecita despertó. Hasta esa hora se acordó del dinero.

—¡De veras! Ni les había dicho: estuve barbechando allá en el cerro y me encontré una caja llena de oro. Allí la dejé y me vine.

—¡Y por qué no la recogiste!

—Me dio flojera. Si quieren que sea para mí, vayan a traerlo. ¿Para qué me lo traía? ¿Nada más porque lo hallé iba a cargarlo? Allá quedó, si a ustedes no les da flojera, vayan por él. Si me toca, que venga hasta la casa.

—Tan siquiera hubieras traído un poquito, se lo hubieras cargado al burro, en vez de la leña.

—Pero si leña fue lo que me mandaron traer y ya la había cortado, ya la había cargado. Ustedes no me mandaron traer oro, ¿o si?

—Pues en cuanto amanezca, nos vamos a traer ese oro. ¿No vienes con nosotros?

—Ay, no. Ya les dije dónde está, en el camino real, donde hay un árbol muy grande, donde está tirado un arado de juguete. Si quieren, vayan, yo aquí me quedo.

Y mientras él estaba contando todo esto, su vecino estaba oyendo, porque apenas había una división de carrizo entre las dos casas. Se levantó, rajó ocote para poderse alumbrar en la oscuridad y salió de noche, para adelantárseles a los otros.

—Un árbol grande… un arado… ¡Qué bueno que aquéllos no salieron pronto, así puedo ganarles! Comenzó a buscar en el lugar, escarbó y lo único que encontró fue un botellón lleno de caca. ¡Y vaya si apestaba!

—¡Qué se creyó ese flojo! Engañó a su misma madre, a sus hermanos. ¡Qué va a ser dinero, es puritita porquería! Pero va a ver, voy a llevarme el garrafón y le voy a llenar la boca, para que aprenda, para que no vuelva a echar mentiras. Cargó el botellón y se regresó aprisa, para no darles tiempo a sus vecinos a levantarse. Sin hacer ruido entró a la casa, llegó hasta donde estaba dormido el flojo y le vació encima todo el botellón. Volvió a su casa y estaba pendiente, a ver qué pasaba.

—¡Mamá! —oyó gritar al flojo.

—¿Qué?

—Levántense, miren lo que me pasó. ¿Qué cosa tengo en la barriga, sobre la cara? ¿Qué es?

El vecino apenas podía aguantar la risa.

—¡Jesús, qué es!

—Tengo algo encima, enciendan para ver, alumbren aquí. Se levantaron y alumbraron.

—¡Qué bárbaro, es puro dinero!

—Es lo que estaba allá, lo que les había dicho. ¿Ya ven? ¿No les dije que si era para mí llegaría hasta la casa? El vecino se quedó muy sorprendido. Fue a la otra casa y vio al flojo en su cama, completamente cubierto de oro.

—Yo traje ese dinero —dijo—, entréguenmelo.

—¿Y quién te dijo que vinieras a dejarlo aquí? Nadie te pidió que lo trajeras, nosotros íbamos a ir por él.

Al vecino le dio vergüenza contar la verdad; se dio cuenta de que en verdad ese dinero nada más podía haberle tocado al flojo. Se regresó a su casa.

Dicen que así fue, así termina este cuento. />

Fin.

Recopilación de: Elisa Ramírez y Ma. Ángela Rodríguez