El abuelo Tomás, un señor de larga barba blanca y de carácter muy tierno, vivía desde hacía mucho tiempo alejado de la ciudad. Vivía en una casita de madera que el mismo construyó. No era muy grande, pero si muy confortable. Tenía un tejado suavemente inclinado que pintó de color rojo, pequeñas ventanas con graciosas cortinas y una acogedora buhardilla donde instaló un mullido colchón de lana y unas sábanas tan blancas que recordaban la nieve; todo ello dispuesto para la llegada de su única nieta a la que esperaba con ansiedad.
Era la primera vez que los padres de Celeste la dejaban pasar unas pequeñas vacaciones con su abuelo, y ella al igual que él estaban muy, pero que muy nerviosos.
Celeste pegó su nariz a la ventanilla del coche, estaba boquiabierta, nunca había visto cosas tan bonitas, ¡Cuantos árboles! ¡Cuantos animalitos! ¡Que diferente era todo!… pensaba.
Casi se había ocultado el sol, y a lo lejos, entre la espesa vegetación vislumbraron un tejado rojo y una pequeñísima figura partiendo leña. El papá de Celeste exclamó: ¡Por fin! Ahí está.
La niña se había quedado dormida, y desde el interior del coche fue trasladada con cuidado a la cama que le había preparado su abuelo; sus papás dándole un beso en la mejilla se despidieron de ella.
Al día siguiente, Celeste se despertó temprano y mientras estiraba sus brazos vió en el marco de la ventana a unos pajaritos trinando y sintió que un delicioso olor a tierra mojada invadía la buhardilla. Se vistió rápidamente y encontró a su abuelo disponiendo el desayuno en el porche de la casa, y una agradable hornada de pan recién cocido y un gran vaso de leche todavía calentita la estaban esperando.
Cuando se vieron abuelo y nieta se fundieron en un fuerte abrazo.
De pronto aparecieron un sinfín de animalitos del bosque y muchos pájaros de todos los tamaños y colores.
Era el presagio de un día especial.
Decidieron hacer excursiones e ir de pesca; así que prepararon una cesta donde introdujeron comida para pasar todo el día fuera de la cabaña.
Celeste estaba muy excitada, su abuelo la observaba con detenimiento y disfrutaba mucho con ello.
Los ojos de la niña se recrearon en un campo de amapolas, donde suavemente se agitaban al compás de una pequeña brisa.
Subieron y bajaron por las laderas de las montañas no se sabe cuanto y cuando se dieron cuenta, después de largo trecho recorrido, eran perseguidos por muchos animalitos que se camuflaban entre los árboles.
El abuelo Tomás indicó a Celeste que una vez atravesada la colina verían el mar. Celeste estaba ansiosa por conocerlo. Ella era una niña de ciudad, no conocía el mar. Le preguntó a su abuelo que era el mar, de que color era el mar y su abuelo medio triste le respondió que del color del cielo.
Una vez atravesada la colina se encontraron con un precioso mar azul y multitud de gaviotas que parecían jugar con unas ligeras y continuas olas. Celeste tardó un buen tiempo en pronunciar palabra. Cuando reaccionó ya estaba arriba de la barca y su abuelo había lanzado las redes de pescar, pero primero indicó a Celeste que de coger algún pez, éste debería ser adulto, si era pequeñito se depositaría de nuevo en el agua. Celeste le preguntó cual era el motivo, y su abuelo que era muy soñador le dijo que, las olas que se apreciaban en la superficie del mar eran producidas por el aletear de los peces mas pequeños y si desaparecían los pequeñitos también desaparecerían las olas.
Transcurrido el día abuelo y nieta se dirigieron a la cabaña.
Celeste estaba agotada de tantas cosas nuevas que había visto. Cuando llegaron a la cabaña estaba tan cansada que su abuelo la introdujo en su cama y quedó profundamente dormida; no había pasado mucho tiempo cuando se oyó una voz que decía: Celeste, cariño, es hora de levantarse.
Se dirigió muy de prisa a su ventana y pudo observar que esas praderas verdes se habían convertido en grandes extensiones asfaltadas y que de entre farola y farola de metal un delicado arbolito queriendo existir. Desde ese instante Celeste vivió para hacer realidad su sueño.
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