– ¿Una sorpresa, padre Rolo? – articuló apenas.
– Vas a cantar el solo de Noche de Paz en el recital de Nochebuena.
– ¿El solo, padre…? – exclamó alarmado el pequeño.
– Sí, porque tenés una hermosa voz y a Jesús le va a gustar que cantes en su honor.
– Nada de peros, yo confío en vos y no me podés fallar. Vamos a empezar a ensayar hoy mismo, enseguida después de comer. Por ahora vos y yo solos, más adelante vamos a hacerlo con el coro. ¿Te espero?
– Tá bien… – contestó Javito resignado.
– No me digas que no estás contento.
– Y… padre, me da un poco de miedo… – No te me achiqués, ¿eh?, es hora de que comiences a cantar como solista. En la Nochebuena los vas a emocionar a todos.
Javito tenía ocho años, pero parecía de seis por lo menudito y frágil. Morochito de enormes ojos negros y mirada infinitamente triste, era el más pequeño de ocho hermanos que vivían en una casilla de dos habitaciones en el sector más pobre del barrio. Su madre trabajaba de la mañana a la noche atendiendo como doméstica a varias familias del barrio más exclusivo de la ciudad, a veces hasta los sábados y domingos, por lo cual la pobre mujer no estaba casi nunca en casa.
El padre, un desocupado de la construcción con inclinaciones alcohólicas, los había abandonado hacía más de un año, luego de una feroz pelea con su mujer por la causa de siempre: la falta de dinero. Javito era el único de la familia que lo extrañaba. Es que a pesar del horrible recuerdo de sus borracheras y otros lamentables defectos, cuando el hombre tuvo trabajo y supo mantenerse alejado de la bebida había sido cariñoso con él.
Recordaba aquel 9 de julio en que su papá lo llevó al desfile y lo subió sobre sus hombros para que pudiera ver mejor a los soldados. ¡Qué feliz se había sentido en ese momento! Nunca había olvidado ese regalo (quizás el único) recibido de su padre. Aún lo esperaba todas las noches, atento al menor sonido de pasos, hasta que se dormía en la camita que compartía con uno de sus hermanos.
La madre, más por ignorancia e impotencia que por desamor, había ido dejando en el abandono a esos pobres chicos, quienes por orden de edad y obedeciendo a esas extrañas jerarquías que se establecen espontáneamente en las familias marginales, se cuidaban como podían unos a otros. Los mayores ya habían tenido problemas con la policía. Una de las nenas, Magda, había sido abusada a los once años por un vecino y desde entonces padecía un estado de ensimismamiento patológico del cual trataba de rehabilitarla el padre Rolo con la ayuda de una psicóloga del Obispado.
En ocasiones alguno de los ocho hermanos no volvía por varios días a la casilla, y la madre ni se enteraba, y si se enteraba no se atrevía a preguntarle dónde había estado.
Javito tuvo la suerte de quedar bajo la protección del padre Rolo, quien además de alimentarlo y cuidarle la salud, trataba de educarlo como mejor podía. El padre Rolo había regresado de Bolivia para hacerse cargo de esa pequeña capilla y su paupérrima comunidad. Desde hacía ya dos años alimentaba y educaba a unos treinta chicos de los alrededores. Músico de alma, el cura consiguió en donación un pequeño órgano electrónico y formó un coro con los chicos del lugar, seleccionados por su buen oído musical.
Al comienzo el padre Rolo no se había dado cuenta de las cualidades vocales de Javito. Tímido, retraído, vergonzoso en extremo, como suelen serlo los hijos de la miseria a quienes les ha faltado el amor y el buen trato en sus primeros años de vida, Javito cantaba a media voz, como escondiéndose en la masa vocal del conjunto. Pero un día el pequeño sin quererlo se había destapado. Ensayaban el Ave María de Schubert y Javito se sintió de pronto tan arrebatadamente transportado por la belleza de esa melodía, que el caudal de su voz desbordó los diques de su apocamiento y comenzó a elevarse poco a poco por sobre el coro hasta que sobresalió con una potencia y calidez sobrecogedora.
El padre Rolo quedó asombrado y admirado: Javito se revelaba poseedor de una voz y una sensibilidad sublimes, su cadencia parecía el sonido de un violín virtuosamente ejecutado, un verdadero regalo de Dios a esa pobre criatura tan carente de todo.
Primero ensayaron solos. Después lo hicieron con el coro. Javito se fue entusiasmando y su timbre de soprano alcanzó gradualmente mayor sonoridad y firmeza. A medida que se acercaba la Nochebuena los Villancicos iban saliendo cada vez mejor. Pero ¡ah! Noche de Paz, que iba a ser la coronación del recital y que cantaba íntegramente Javito con el acompañamiento del coro, era un torrente de armonía que se elevaba de la tierra al cielo como un himno al nacimiento del Salvador: «Noche de Paz, Noche de amor / Ha nacido el niño Dios / en un humilde portal de Belén / Sueña un futuro de amor y de fe / Viene a traernos la paz / Viene a traernos la paz».
Al finalizar cada ensayo el padre Rolo se levantaba del órgano y lo abrazaba y los chicos del coro aplaudían, demostraciones de aprobación que hacían sonreír a Javito. Un día, en un gesto insospechado, Javito le comunicó la noticia a su madre y le pidió que fuera a escucharlo en Nochebuena. – ¿Y desde cuándo cantás vos? – le preguntó la madre sin prestarle demasiada atención, pues estaba atareada sacándole las liendres a una de sus hijas.
– ¿No sabés que estoy en el coro?
– Sí, ya sé, pero de ahí a cantar solo… La hermana terció con tono despreciativo y burlón:
– Pero mamá, qué va a cantar, ¿vos le hacés caso a éste?
– El padre Rolo dice que canto bien…
– Bueno, bueno, ahora dejame que estoy muy ocupada – rezongó la madre.
– ¿Pero vas a venir al recital?
– ¿Cuándo, el 24?
– Si, a las nueve de la noche…
– Ni loca – dijo la mujer mientras tironeaba con el peine de acero el pelo de la hija que se quejaba dolorida – ; ¡No chillés, Mary, aguantátela! Mirá, acá te saqué dos liendres, ¡qué porquería! No nene, no me pidas que vaya el 24 porque tengo que estar en la casa de los Antúnez para preparar y servir la cena de Nochebuena.
Al día siguiente el padre Rolo notó a Javito reservado y triste. Lo llevó aparte, lo convidó con una gaseosa y le preguntó qué le sucedía. Tras muchos rodeos y negativas, Javito terminó por sincerarse:
– Es que mi mamá no puede venir al recital porque tiene que trabajar.
– ¿Ah, sí? Qué macana ¿no…?
– ¿Sabe, padre? Yo había pensado que sería lindo que vinieran a escucharme mi mamá y mi papá, y también mis hermanos. Pero mamá no puede… y papá… qué se yo por dónde anda. Porque si él se enterara, seguro que vendría. El chiquito quedó callado mirando el piso. Sus ojos se habían puesto brillantes y se notaba que estaba conteniendo el llanto.
– Mirá, Javito… – titubeó el sacerdote con intención de consolarlo – , Jesús debe de estar muy contento porque vos le vas a cantar el villancico en la noche de su Nacimiento. Eso es lo más importante. Si tus padres no pueden venir… paciencia. Tu mamá, pobre, tiene que trabajar…
– Sí, pero ¿y papá? Hace mucho que no lo veo, desde antes de la Navidad pasada.
– Bueno, pero si tuviéramos alguna forma de avisarle…
– Yo no sé dónde está. En casa nadie habla de él y yo no me animo a preguntar.
– Mirá Javito, tenés que confiar en Dios. No te pongas triste. A tu mamá tenés que comprenderla. En cuanto a tu papá… no sé, tal vez no esté en la ciudad…
– Yo tenía pensado… – dijo Javito bajando la mirada
– ¿Qué, Javito?
– ¿Si le pido a la Virgen un milagro de Nochebuena?
– Ajá… – dijo el sacerdote confundido – ¿y qué le querrías pedir?
-Que el 24 estén en la capilla papá y mamá. ¿Está bien eso, padre? El padre Rolo se sintió conmovido por la fe y la humildad de ese pobre chico que consideraba como un milagro el hecho, tan común y tan normal para muchos otros chicos, de que su familia estuviera reunida junto a él en una Nochebuena. Le dijo que sí, que rezara todas las noches, que la Madre de Jesús seguramente lo iba a escuchar. El sacerdote se quedó todo el día pensativo y preocupado. Esa noche se le fue el sueño. Finalmente se dijo: «Bueno, hombre de poca fe, ¿por qué en vez de dudar y de lamentar por anticipado la desilusión de Javito no la ayudás a la Virgen para que ese milagro se realice?».
Cuando faltaban cinco días para la Nochebuena el padre Rolo se llegó hasta la casa de Javito y trató de convencer a su madre de que el 24 fuera a escuchar a su hijo. Le contó lo bien que cantaba Javito y trató de hacerle entender lo importante que sería para el niño contar con el apoyo de su familia. La pobre mujer escuchó con respeto al cura y hasta sonrió con cierto aire de orgullo cuando éste le describió la calidad de la voz del pequeño y le señaló las posibilidades que tenía de dedicarse al canto cuando fuera mayor, siempre, claro, que estudiara y recibiera los estímulos indispensables. Sin embargo la señora le aseguró que era imposible dejar esa noche el trabajo.
Cuando el padre Rolo le preguntó por el paradero del marido, la mujer se puso muy tensa y le respondió enojada que no sabía nada de ese sinvergüenza y que no quería ni enterarse de por dónde andaba. Pero como el padre Rolo insistió y a ella le pareció incorrecto mentirle a un cura, terminó por confiarle ruborizada que su marido estaba preso, purgando una condena por robo, y que ella había preferido no decirle nada a sus hijos.
Llegó el 24. Javito, animoso y muy activo, estuvo todo el día en la capilla ayudando al padre Rolo en los preparativos. A eso de las ocho y media comenzaron a llegar los vecinos. Poco antes de las nueve todos los chicos estaban formados sobre una tarima escalonada junto al órgano. La gente los miraba casi con devoción: bien peinaditos, seriecitos y con unas largas túnicas blancas, parecían angelitos. La capilla había sido adornada con flores, cirios y un pesebre con grandes figuras. Se percibía la presencia del espíritu de la Navidad, listo para confortar las almas de aquellos seres desdichados.
Cuando eran las nueve pasadas el padre tomó la palabra y habló acerca de la Navidad y su profunda significación cristiana. Exaltó la importancia de la familia y habló de la necesidad de amar y alentar a los niños para que se desarrollen sin resentimientos ni temores. Les recordó que Jesús había nacido en un miserable establo, pobre de toda pobreza, y que sin embargo tuvo padres que lo amaron y lo protegieron hasta que fue mayor y pudo cumplir su grandiosa Misión.
Concluido el sermón, anunció la presentación del coro y enumeró los villancicos que se iban a ejecutar. Nombró a todos los integrantes del coro y mencionó especialmente a Javito como solista final del concierto.
Los pequeños cantores esperaban nerviosos el momento de iniciar el concierto.
Javito buscaba continuamente a alguien entre el público. Descubrió con alegría a Magda en la primera fila. En eso varias personas recién llegadas avanzaron por el pasillo central para instalarse en los pocos asientos vacíos que quedaban en las primeras filas.
– ¡Padre, mire! – susurró emocionado Javito señalando con los ojos a los recién llegados. El padre Rolo sonrió satisfecho. Allí estaba la madre de Javito acompañada por tres forasteros: una mujer joven muy elegante, un señor de aspecto distinguido y un adolescente que lucía un arito y largos cabellos rubios, todos ellos bien vestidos y de aspecto desenvuelto. Javito, sonriente, saludó a su mamá con la mano.
Comenzaron los villancicos. El público disfrutaba y aplaudía con entusiasmo cada ejecución. El espíritu de la Navidad ya había ganado todos los corazones. Cuando ya llegaban al final y se acercaba el momento de Noche de Paz, el padre Rolo hizo una pausa con el propósito de demorar esta última interpretación. Le habló al público acerca del origen de esta bella canción alemana compuesta por Franz Grüber y se extendió sobre la tradición popular de los villancicos navideños.
Echó algunas miradas ansiosas hacia la entrada de la capilla, como si esperara algo. Y ese algo se produjo por fin: ingresaron tres personas, un hombre canoso y flaco que avanzó tímidamente en dirección del Altar buscando un asiento desocupado, acompañado por dos señores que se quedaron parados junto a la entrada.
– ¡Padre Rolo! – exclamó Javito jubiloso al reconocer al visitante – ¡Vino mi papá!
El sacerdote sonrió aliviado, su amigo el juez de menores no le había fallado.
– Andá a saludarlo – lo animó el sacerdote. Javito ni lo pensó, saltó de la tarima y corrió al encuentro de su padre quien se arrodilló y lo abrazó con ternura.
– ¡Papito, viniste, viniste! – repetía sin soltarle el cuello a su padre.
– ¿Cómo no iba a venir a escucharte? – dijo emocionado el hombre – , pero ahora volvé a tu lugar que tenés que cantar.
Javito volvió corriendo a su tarima acompañado del ruidoso aplauso de toda la concurrencia que había observado la emotiva escena. Comenzó Noche de Paz.
Javito cantó con toda la alegría de su corazón, parecía una criatura etérea que se elevaba hacia el Altísimo con la cadencia de su hermosa voz. Cantó maravillosamente, pensando en la Virgen que lo había escuchado. El público lloraba de emoción, y su papá y mamá, desde distintos lugares, lo miraban conmovidos por esa armonía celestial que les regalaba su hijo y que hacía estremecer hasta a las imágenes del altar.
Los patrones de la mamá, que, a pedido del padre Rolo, habían decidido generosamente llevarla en su automóvil y asistir también ellos al recital, y los policías que habían acompañado al presidiario, se sintieron poseídos por el espíritu de la Navidad y hermanados con todas aquellas personas sencillas, desheredadas, sufrientes y olvidadas de la sociedad, que se habían reunido en esa pequeña capilla para celebrar el nacimiento del más pobre y humilde de todos los niños del mundo.
Fin.
De Enrique Arenz .
Categoría: Cibercuentos, Cuentos infantiles de Navidad