Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable trabuco, ordenándole: – Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. – Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído las amenazas del ladrón- Ay, mi jarrón de plata…! – De plata…? Qué dices? -inquirió el Lobo.
Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -suspiraba el conejillo. – Estás seguro de que es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón – Como que pesaba veinte kilos! afirmó Periquín-. Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. – Pues mi querido amigo -exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión-, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.
El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo. – Voy a buscar el jarrón- le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó caer por el agujero.
Poco después llegaba hasta el agua, y una voz subió hasta Periquín: – Conejito, ya he llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído? – Mira por la derecha -respondió Periquín, conteniendo la risa. – Ya estoy mirando pero no veo nada por aquí … – Mira entonces por la izquierda -dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y mejor.
Miro y remiro, pero no le encuentro… De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo. – Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.
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