El pez Félix era feliz en su diminuta pecera. Su amo le daba de comer -día sí y día también- la típica comida para peces marrones que venden en las tiendas de comida para peces marrones. Félix estaba contento con su barquito hundido, con sus corales falsos y con sus algas de plástico. No necesitaba el mar. Se conformaba con lo que allí tenía. No era ambicioso. No más que el resto de los peces.
Un soleado día de Otoño, su amo colocó la pecera en la repisa de la ventana y Félix pudo contemplar la fachada de la casa de sus vecinos. Hacía mucho tiempo que la mirada de Félix no iba tan lejos, lejos de su barquito hundido, lejos de sus falsos corales y de sus algas de plástico. No recordaba la última vez que vio el exterior de la casa.
Permaneció impasible varias horas contemplando los ladrillos. Divisó un ventanal a lo lejos y forzó la vista para ver más allá. Finalmente se vio a sí mismo viendo un acuario mucho más grande que su pequeña pecera. Y dentro de él miles de peces que se lanzaban besos los unos a los otros a cada momento. Félix jamás había visto algo similar. Intentó imitarles con su boquilla de pez marrón. Pero el gesto era más parecido a una mueca grotesca que a un beso.
Practicó y practicó y practicó y de tanto que practicó se agotó y se durmió de puro cansancio. Despertó en su pequeña pecera de pez marrón con su barquito hundido, con sus corales falsos, con sus algas de plástico y con su diminuta memoria de pez marrón.
Hacía algo con la boca pero no recordaba su significado y tratando de recordar lo siguió haciendo todos los días de su vida hasta que la pecera terminó por secarse con su barquito hundido , con sus corales falsos y con sus algas de plástico reposando en el fondo.
Y así es como los peces tratan de no olvidar cómo besar.
De nuestro compañero Alberto con mucho cariño dedicado a Merche
Categoría: Cibercuentos, Cuentos Infantiles y Juveniles