El tigre había permanecido todo el día en lo alto del árbol. Nunca antes había sentido tanto miedo. La noche llegó con mucha lentitud y aún así el rayado animal no se atrevía a abandonar la poderosa rama que lo sostenía como si fuera una hamaca al revés. El miedo le hacía desconfiar de todo y constantemente movía la cabeza en todas direcciones. Era muy extraño, pues en otras oportunidades permanecía totalmente inmóvil confiado en la agudeza de sus sentidos, pero ahora una extraña sensación lo mantenía con el corazón acelerado. Todos los animales de la selva le temían, incluso el hombre, que era el más sanguinario de todas las bestias conocidas, temblaba al oír su rugido e inmediatamente hacía disparos hacia las partes altas de los árboles.
Quiso rugir con todas sus fuerzas para sentirse vivo, pero sintió su aliento congelado y su lengua rosada no se despegó del paladar. Sus terribles garras se negaban a mostrarse en toda su plenitud y apenas se asomaban temerosas. Nunca antes había sentido el peso de su redonda cabeza, sin embargo, ahora le parecía tan pesada como las tortugas gigantes que permanecían inmóviles en las riveras.
Su último aliento lo estaba abandonando y el pánico llegó en ese momento en que una poderosa fuerza lo empezó a absorber. El tigre cayó ingrávido y vencido; no se atrevía a luchar ni a defenderse. Creyó que su fin sería el mejor remedio para tanto miedo y tanta vergüenza.
Su cuerpo iba cayendo entre las ramas como si fuera expulsado por los árboles hasta que cayó en el disparejo suelo cubierto por diferentes plantas y arbustos. En ese momento el afligido tigre despertó y comprendió que todo había sido un fatal sueño.
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